En 1997, el azar me llevó a Palermo. Pasé nueve meses en esa ciudad, conocí parte de Sicilia, enraicé en un Mediterráneo para mí desbordante de luz y de películas italianas.
Sicilia me llenó de vida. En lo cotidiano, el Palermo en torno a las calles de Piazza Marina, que recuerdo especialmente en los días de antes de Navidad. Con las calles casi siempre mojadas porque aquel diciembre fue lluvioso, la luz amarilla de las farolas reflejándose sobre el gris de antiguos palazzos sin rehabilitar y oscurecidos por la contaminación, los adoquines de aquellas calles. También la animación de Vittorio Emanuele, el corso que recorríamos a diario, con los olores y los sabores de los cornettos y cappuccinos, el parmigiano reggiano y el pan de cebolla y olivas desde el cristal de los ultramarinos, las bombillas de los puestos de castañas y de milza en la entrada al mercado de La Vucciria, el bullicio contagioso del mercado de Ballarò. En aquel perímetro que era mi barrio, a cada minuto asomaba la vida. A veces simplemente la oías, en conversaciones en siciliano de balcón a balcón o en el ir y venir de los motorinos.
A lo largo de aquel curso vi otros lugares que han quedado como postales en mi memoria. El azul del mar de Mondello y de Cefalù; la tierra volcánica de las villas a los pies del Etna; el amarillo dorado de las ruinas de Selinunte, en medio de nada, y de las flores que las empezaban a cubrir en la primavera.
De todos los lugares que conocí, la isla de Ustica es el que más me emocionó. Pienso en Ustica y en el trayecto de hora y media en un barco rápido, medio vacío, que hicimos desde Palermo. Veo fotos en los bancos blancos de la cubierta. También fotos del agua contra las ventanas en un asiento interior. Al intentar recordar en qué pienso en esos segundos en los que estoy mirando el mar por la ventana, me acuerdo del barco en Caro Diario de Nanni Moretti: “Caro diario, sono felice solo in mare, nel tragitto tra un’isola che ho appena lasciato e un’altra che devo ancora raggiungere”.
Creo que solo estuvimos en Ustica un par de días. En otra foto vamos en una barca pequeña, nos lleva un pescador bastante mayor, sonriente ante esas veinteañeras que lo pasan bien. Estamos yendo. Estoy a punto de ver la Grotta Azzurra, un silencio envuelto en aguas turquesas que no olvidaré. Y que, como el resto de la isla, me sumerge en la naturaleza. En la vida misma.
En ese instante de la foto estoy contenta. He atravesado la infancia y la adolescencia. Soy esa mujer adulta que mira adelante, aunque entonces aún no lo sé.