Retales De Mi Vida

Trenes

Voy en un tren que ha salido de Oslo y que cruza Noruega de lado a lado durante casi siete horas hasta llegar a Bergen. Una sucesión de paisajes que nos sitúan, minúsculos, en relación a la naturaleza. Como siempre que me subo a un tren, siento la felicidad de estar en un tiempo entre paréntesis, un tesoro que añoro en la velocidad del día a día.

Mi primer recuerdo de viaje en tren es una escena nítida en la Estación del Norte, dos niñas con su madre que acaban de subirse a un tren dirección Teruel. Ya está todo colocado y el tren está parado, dicen adiós por la ventana a su padre, las dos llorando. De pequeñas, las despedidas siempre nos dieron pena. Incluso de más mayor, a muchos viajes, sobre todo a los largos, me fui llorando.

Igual que de mayor, la pena se nos pasaba pronto con las mil distracciones que ofrecía un tren en un trayecto que parecía muy largo, porque entonces se paraba en muchos pueblos y también en  apeaderos. De ese primer viaje recuerdo el olor de los bocadillos, caminar por el pasillo que al ser pequeña me parecía lejos, la conversación fácil con otros pasajeros, dormir, el transcurrir lento del tiempo, ponerse a mirar por la ventana en un gesto que repito cada vez que viajo en tren y que durante un segundo me lleva a ese primer viaje. También que alguien me enseñó a dibujar la cara de un oso y que ahora yo enseño a Leo y a Dani a hacerlo.

Desde aquel viaje amé el tren y con Emilio, y a veces con amigos, he hecho viajes en tren que en los tiempos del avión -que durante años evité- resultan inverosímiles y que me ofrecieron el regalo, enorme, de cruzar varios países. El privilegio de sumergirme despacio en ellos, atravesar el contraste de sus paisajes y de las personas que los habitan. Recuerdo el silencio de los vagones en Alemania entre los campos de cereal en un amarillo luminoso en verano; Génova y sus casas de colores desde el tren que bordeando el Mediterráneo nos llevó de Valencia a Roma, y en otra ocasión, nos cruzó por el estrecho de Messina en un viaje de Nápoles a Palermo, en muchos tramos junto a  la orilla del mar, en el que tuvimos tiempo para conocer a varias personas en un compartimento de tren italiano. 

También recuerdo con mucho cariño a pesar de las incomodidades de estar en un asiento durante horas los trenes nocturnos que salían de la Estació de França en Barcelona y que nos llevaron hasta París en una ocasión, hasta Zúrich en otra. En ambos, los desayunos mientras por la ventana amanecía fuera borraron todo lo demás. También en mi memoria del tren y en la del agua, la inmensidad del río Hudson en el azul  gris de un atardecer de noviembre. Y la expectación de llegar al mar de Oresund y encontrarme en un tren rodeado de mar en un paisaje casi blanco porque era invierno; y una expectación muy parecida al ir entrando el tren dentro  del mar en un trayecto Londres-París. Los campos de Castilla, el verde del Norte y los olivos de Andalucía los he conocido y apreciado desde un tren.

Por todo esto, y aunque ahora subir a un avión ya no remueve ninguno de mis miedos, prefiero, con mucho, el viaje en tren.

Nieves Garcia Gómez

Artículo escrito por Nieves Garcia Gómez, compartiendo pensamientos y reflexiones desde Scholé.