El recuento electoral de la noche del 28 de abril mostró, voto a voto, caídas verticales individuales. Y una colectiva (la caída de las tres derechas como sumatorio, ay, ¡el espejismo de las andaluzas!). Se perciben más las caídas, desde luego, cuando los candidatos han jugado a Ícaros que quieren conquistar los cielos de la mayoría y llevan alas de cera, mito este que encaja perfectamente en la zafia y equivocada estrategia del Partido Popular.
Caída vertical,
a plomo,
un desplome,
desde las alturas de pretensiones infundadas y egocéntricas con el ras del suelo de la realidad: se pareció a un suicidio televisado.
Sin corrupción también hubiera perdido el Partido Popular. Un partido “nacional” aspirante a mayoritario no puede ser nacionalista de España en permanente amenaza a las nacionalidades del Estado. Y si se proclama durante años de centro tampoco puede pretender una mayoría de gobierno en compañía de una derecha ultra. En fin, las tres derechas clamaron durante meses por convocatoria, ya, de elecciones. Pedro les hizo caso y…!acertó! El único “visionario” fue el Presidente del Gobierno.
Después de la campaña vergonzosa y mediocre llegó la noche electoral, escenificación del miedo de los partidos a hacer autocrítica, más allá de pasar en segundos por reconocer que sí, que habían habido errores, para, a continuación, con cinismo a chorros, echar balones fuera en vez de aprovechar tan magnífica oportunidad para educarse a sí mismos a la vista del público que cada vez es menos ingenuo.
Y después de la noche electoral, se abre el procedimiento de formar un Gobierno, fin primordial en unas elecciones generales, cosa que debería ser fácil.
Pero…
los partidos no acostumbran a pensar que los votos conseguidos siguen siendo propiedad de los ciudadanos,
no acostumbran a pensar que todos los diputados electos son ganadores pues todos son depositarios de la confianza de la ciudadanía, incluido el partido que solo ha obtenido un diputado.
Todos, pues, son quienes deben saber gestionar esa confianza, y cifrar en eso el éxito de una elección, incluso en el supuesto de que un solo partido hubiera obtenido la mayoría absoluta.
Durante la campaña electoral cada partido podría desconocer, o rechazar, los programas de los otros; ya elegidos, no.
Ningún partido puede parapetarse, blindarse, tras su propio programa y declararse imprescindible, pues el único imprescindible es el Congreso de los Diputados en su conjunto. El pueblo que vota nunca vota bloquear el proceso político. Confrontación, sí; bloqueo, no. Es el Parlamento el depositario de la confianza de la sociedad. Partido-ego-centrismos, no; parlamentocentrismo, sí. No se puede confundir la parte con el todo.
Después de unas elecciones toca trabajar,
recorrer el fatigoso camino democrático de los acuerdos.
Los partidos políticos se demuestran eficaces alcanzando un pacto de investidura, y los pactos sólo se alcanzan ¡trabajando!, no alaraqueando, ni brabateando, ni bravuconeando.
Para un parlamentario trabajar debe ser dialogar y debatir sobre lo que se supone que saben hacer, hacer política, hacer posible que haya un Gobierno. Incluso a costa de revisar la propia estrategia a la vista de la observación y estudio de cómo ha quedado la totalidad del mapa político después de la expresión de la voluntad popular.
Saber dialogar es esencial para eliminar aversiones y ganar adhesiones (frecuentemente las barbaridades que se dicen en las campañas lo ponen muy difícil): esencial, para crear una atmósfera de confiabilidad, primero, de confianza mutua, después; desde la convicción de que todos vamos en el mismo barco (es lo que debe unir a todos por encima de las diferencias). El diálogo tiene mucho que ver con actitudes.
Saber debatir, que es razonamiento y confrontación de razones. Que no es vencer a solas, sino con-vencer o vencer con otros. Tiene mucho que ver con aptitudes.
Saber dialogar y debatir es incompatible con los planteamientos populistas que tanto se utilizan en la vida política. Se utiliza el ingrediente populista cuando damos de lado los hechos objetivos y los análisis racionales a cambio de explotar respuestas emocionales. Quiero poner un ejemplo de lo contrario: en la noche del 28 de abril Pedro Sánchez, asomado en el balcón de la sede del partido, escuchó el clamor de: “Con Ribera, no”: le hubiera sido muy fácil unirse a la ola emocional de la militancia por el comportamiento tan desafortunado de Albert Ribera en la campaña en lo tocante a no pactar nunca con Sánchez. Escuchó el clamor, lo comprendió, hasta empatizó con él. Pero contestó conteniendo la pasión y desde la racionalidad política: no debemos poner cordones sanitarios contra nadie. Un líder debe ser capaz de poner frente a la gente opciones y consecuencias racionales y reales. Me acordé de Nelson Mandela quien, después de 27 años de cárcel, fue un maestro no de fabricar venganzas sino de fabricar acuerdos: por eso lo recordaremos seis años después de su fallecimiento.