Una vejez saludable y armoniosa:
hermosa imagen publicitaria, sedante, terapéutica,
pero…
no refleja la realidad,
no forma parte de nuestros ideales morales,
ni de nuestros presupuestos económicos,
ni de nuestras preferencias.
El covid-19 ha hecho estragos en las muertes de personas mayores,
en cantidad (dos terceras partes de todos los fallecidos)
en penosidad (muchos fallecieron en las propias residencias indefensos antes las órdenes de no ser hospitalizados).
La discriminación de los ancianos ha sido, quizá, la página más oscura en la gestión de esta pandemia, y esta situación no mereció ni uno solo recuerdo de la gente desde los balcones, ni mereció cacerolada alguna contra responsables de las órdenes.
Siendo una situación tenebrosa cuánto murieron y cómo, no nos consolaremos si la comparamos con la vida de las personas mayores en geriátricos y residencias, que nada tenía de “saludable y armoniosa” mucho antes de esta crisis sanitaria, y mucho de “vejez insalubre y fea”, muy poco visible, porque nadie la denunciaba y todos la querían callada, y el ruido político contribuyó mucho a ello.
Importa hablar con claridad, aunque la franqueza nos hiera.
La sociedad en la que vivimos no acepta la vejez,
ni la vejez cabe en el ámbito de la familia que conocemos.
Llamamos a los ancianos “nuestros mayores” en expresión sentimental que pretende edulcorar el cinismo y el escándalo que nos produce la paradoja de “tan nuestros que los dejamos en las residencias”.
Hemos renunciado como sociedad a una vida con sentido para la tercera edad, a una vida saludable y armoniosa, que ni goza de prestigio social ni de popularidad.
Progresar en términos de civilización:
implica cultivar una imagen de la vejez aceptada y querida, tanto en términos sociales como familiares,
implica desconfinar nuestras mentes para favorecer actitudes integradoras y solidarias entre generaciones.
Progresar exigirá crear modelos alternativos de vivir distintos de los habituales durante siglos,
pero capaces de respetar la libertad de los viejos, preservar su dignidad, fomentar ámbitos de autonomía, estimular la capacidad de decidir, impulsar su contribución a una vida activa y útil, más allá de partidas de dominó, de escuchar goles kilométricos por la radio, de ratos con los nietos, o de inicios de carreras universitarias para matar tiempo y soledad;
progresar es, también, hacer posible que las propias personas, en su etapa de adultas, vivan y trabajen pensando en esa prolongada parte de la vida que es la vejez, cultivando capacidades, habilidades y, sobre todo, abriendo la mente para abordar de manera autónoma y libre la etapa final de la vida, lo que pasa por una intensa preparación y formación.
Las residencias de ancianos no pueden ser guarderías,
ni simples refugios contra las inclemencias de la vida,
ni lugares cerrados al mundo exterior,
ni arcenes existenciales por donde apenas pasa la vida.
Deben ser una opción vital,
a donde se llega voluntariamente porque las personas, a una determinada edad y en unas determinadas circunstancias, comprenden que las residencias dignas son la mejor solución para resolver su vida cotidiana y mantener unas saludables relaciones familiares.
Deben permitir la decisión de poder salir si uno comprueba que existe una opción mejor, porque cree que es mejor regresar a su propio domicilio con una buena y controlada asistencia social.
Hoy nadie llega a una residencia por propia voluntad y casi nadie siente que podrá salir, no porque sea imposible sino porque ya habías vendido tu propia vivienda al amparo de sutiles consejos y recomendaciones amables de familiares.
Resulta imprescindible que la sociedad y el Estado se planteen otros modelos de residencias públicas y privadas, en las que desaparezca la idea de negocio en las públicas, la idea de negocio incontrolado en las privadas, y prime la idea de servicio público.
Es urgente que el Estado legisle para que las personas mayores puedan disponer de su propio patrimonio fiscalizando donaciones o ventas ficticias a favor de familiares en los últimos cinco/diez años, que terminan convirtiéndolos, de manera fraudulenta y engañosa, en pobres desde donde solo pueden aspirar a lo mínimo.
Es inaplazable una reforma sanitaria de fondo capaz de prestar atención y asistencia sanitaria a los ancianos, en su vida cotidiana y en los momentos álgidos de crisis que hagan imposibles las órdenes de no hospitalizar.
Es tan grande la insignificancia en la que caen, caemos, las personas al hacernos mayores que resulta muy difícil tener esperanza en las reformas que proclamamos como urgentes. Mientras,
la sociedad,
con la apertura de las residencias a las visitas,
seguirá aliviando su conciencia regalando a “sus” mayores chucherías y muecas sentimentales: ya lo estamos viendo.