Hannah Arendt inició en 1929 la escritura de Rahel Varnhagen: La vida de una mujer judía, una obra biográfica concluida casi diez años más tarde en pleno nazismo y publicada en 1958 desde el exilio en Estados Unidos. Tenía 23 años. Había conocido Las Sombras, como tituló el autorretrato que entregó a Heidegger, artífice de su encuentro con el “pensamiento apasionado” que representó para ella en sus primeros años de universidad. También para entonces, había conocido el amor, y su imposibilidad. Uno de sus poemas de juventud lleva la marca de la oscuridad de ese tiempo:
Transcurren las horas
Pasan los días
Un logro queda:
Simplemente estar viva
Hannah Arendt
En el transitar por las sombras, el encuentro con Rahel, escritora judía de los Salones del Berlín de finales del XVIII, fue tan determinante que, años más tarde, Arendt se referiría a ella como “my closest friend”, mi amiga más próxima.
Arendt inspira y recorre la escritura de mi tesis doctoral. También es para mí, desde que supe de ella a través de la película de Margarethe Von Trotta y de la biografía de Julia Kristeva, una amiga muy íntima.
Rahel mostró a Arendt un camino posible para encontrarse en casa en el mundo, su particular versión del amor mundi, tras haber estudiado el concepto de amor en San Agustín en su tesis doctoral.
Ya escrita la mía propia y muy lejos de lo académico, me pregunto, al igual que le preguntaron a ella en una entrevista en 1964, ¿qué queda? Qué queda, en mi caso, de todas esas lecturas y escrituras que hacen una tesis.
Queda haber respondido a una pregunta en torno al lugar del trabajo después de los totalitarismos. Tenía una pregunta, formulé mi respuesta. Queda por encima de eso el amor mundi, el amor por el mundo que mágicamente nos precede y nos sucede. También el pensar, como un tiempo suspendido para el “diálogo silencioso del yo conmigo misma”.
Y la cita de René Char que abre una de sus colecciones de ensayos: “a nuestra herencia no la precede ningún testamento”. Ese sentido profundo de libertad.
Igual que para ella, también, queda la lengua materna, el gusto por las palabras de nuestro origen que, entre otras cosas, nos permiten ser.
Finalmente, también una cita leída, que ya no volví a encontrar: la vida es siempre una página inacabada.