No me acuerdo de la primera vez que vi el mar ni cuándo supe que en la ciudad en la que vivo hay un mar, y que ese mar es el Mediterráneo. Puede que los primeros recuerdos sean en unos columpios junto al paseo de la playa de La Puebla de Farnals, que entonces y ahora estaban sobre arena. Allí íbamos los cuatro algunos domingos, quizás porque muy cerca se estaba construyendo lo que en mi familia llamábamos “la casita”. Sí recuerdo, después, el mar todos los días en los veranos del final de mi infancia y adolescencia, en una playa y en un paseo que aún hoy son para mí la representación del verano y de la ligereza que lo acompaña.
Un poco más tarde y durante años, leí el mar de Marguerite Duras. Un capítulo aparte en el que el mar se llenó de significados y que me llevó a querer vivir cerca del mar, cosa que después ocurrió. También me llevó a Sicilia y allí estuve durante varios meses, viviendo intensamente el Mediterráneo y comprendiendo mi vínculo con esta parte del mundo.
Allá donde he viajado he querido ver el mar si había alguno próximo, sus colores y las formas de vivir en sus orillas. Me he empeñado en subirme a barcos, grandes y pequeños, que, a pesar de insolaciones y mareos, me han hecho sentir feliz, mar adentro. A cada vez, he sentido esa fascinación que el mar, enorme y eterno, ejerce sobre nosotros humanos, y que con tanto amor y belleza representó Sophie Calle en “Voir la mer”, fotografiando en Estambul a personas que por primera vez veían el mar.
Algunas veces, me he parado a ver el mar. La última, a lo largo de los días que lo he mirado desde la ventana que en mi casa da al mar, enferma. En esos momentos en los que el cuerpo muestra sus límites y que parece que la vida es lo que ocurre ahí fuera, pude ver, a lo lejos, su color y su ritmo a medida que pasaban las horas.
Pensé que allá donde está el cuerpo, sano o enfermo, ahí está la vida.