A menudo, me tienta cantar la amistad, como si necesitase celebrarla al aire libre y en voz alta.
Una alabanza que no incluye militancia alguna,
ni actividad de instrucción…
ni dúplicas,
ni réplicas,
ni explicaciones, obligadas o libres.
Veo la amistad como una alianza entre iguales (similis similem quaerit, Cicerón):
que se documenta sin palabras y sin papel,
que no necesita jueces, ni concejales, ni eclesiásticos,
que no tiene requisitos que haya que acreditar.
Los amigos no quieren vencer,
tampoco con-vencer
ni siquiera se esfuerzan en tener razón,
menos en quitar razones…
¿Qué quieren, pues, los amigos?
¿Qué se proponen, entonces?
¿Qué hacen, qué hacen…?
Pues… algo relacionado con esto:
Hablan, cuentan, expresan, escuchan alegrías y tristezas, callan in-te-rior-men-te.
Guardan en su corazón.
Respetan lo que no entienden,
Meditan lo que entienden.
Y confían.
Porque eligieron confiar no necesitan información, ni explicaciones;
no rinden cuentas,
ni las reclaman;
no tienen objetivos,
no miden,
no precisan estadísticas:
no tienen prisa
Cada uno construye su frágil verdad y
la felicidad que puede…,
y con esa mochila se acreditan y se encuentran.
¿Dónde y cuándo comunican y comparten?
No hay un lugar fijo,
sirve indistintamente la cercanía y la lejanía,
lo hacen caminando, estén sentados o no,
atentos a las epifanías y edenes que encuentran al alcance de la mano,
y el caminar, su propio ejercicio, va haciendo el propio camino de la amistad.
No hay un tiempo para su ejercicio.
No lo tiene.
Surge al compás del fluir de la vida,
casi siempre con naturalidad,
sin darte cuenta,
desde el olvido cuyo paso nunca separa,
“y se mantiene, es, en aras no tanto de los beneficios como de la vida buena” (Étienne de la Boétie).
Entonces, la amistad, ¿cómo aparece?
En su sitio,
como lo que es,
una aparición,
un placer de encontrarla cada mañana,
sin mediar obligación alguna,
con gente de bien,
entre quienes se regalan estima y admiración;
como un milagro,
pero no de los que hacen los santos de Dios sino los que resultan de una misteriosa combinación de circunstancias que están dentro de las posibilidades de los santos de la tierra.
¿Y que deja?
Alegría, ánimo y fuerza:
estas tres cosas.
Y un espacio de confort para estar,
al que bien podríamos llamar:
un minúsculo edén,
en donde
no formamos parte de una cadena de mando,
ni una cadena de obediencia,
ni una cadena de sumisión,
un minúsculo edén que nos aleja sin darnos cuenta
de la tiranía de las personas,
de la tiranía de la masa,
de la tiranía de la comodidad.
La amistad nos demuestra cada día que el íntimo bienestar no es imposible,
ni es una promesa lejana,
ni es incompatible con la última edad.
No quiero comparar la amistad que se vive en las distintas estaciones de la vida,
porque, de cuanto sé por el simple hecho de haber pasado ya por la intensa primavera, por el verano de rumia plácida,
por el otoño desocupado,
y por el inclemente invierno…
en todas ellas,
puedo afirmar que la amistad, en su esencia, es la misma, aportadora de dignidad y de respeto por uno mismo, vías las más solventes para acercase a la lucidez, a la admiración y al amor, que nos redimen de asustarnos de nuestro propio destino.
Dedicamos tiempo a los amigos porque ellos guardan lo mejor de lo que somos. Ojalá nunca nos falte la amistad de unos pocos,
eso tan necesario para las personas y tan innecesario para los ángeles.