El inolvidable Eduardo Haro Tegglen define la campaña electoral como:
“Periodo oficial en el que los partidos y los candidatos presentan ante los electores sus programas y los méritos que ellos mismos suponen para obtener sus sufragios” (Diccionario político, editado en marzo de 1995 por Planeta).
Seguro que las campañas electorales tienen algunas ventajas sobre el no hacerlas. A mí, desde luego, no me gustan; más, me parecen perjudiciales para la calidad democrática del voto; me parecen una excusa para los propios partidos que pretenden alcanzar en catorce días la cercanía con los votantes y con la sociedad que deben ofrecer durante los cuatro años; me parecen, finalmente, despilfarro de dinero público.
Su propia denominación, “campaña”, las delata; una vez más usamos términos propios del vocabulario militar, incorporando al espacio político tensión y lucha, como si de enemigos o contrarios se tratara quienes participan en una campaña electoral y quienes aspiran a trabajar juntos en el Parlamento. De manera que no se trata simplemente de los 14 días que dura cada campaña electoral (tantas como elecciones se producen), sino que son los propios políticos lo que se acostumbran rápidamente a estar en campaña mientras les dura la permanencia en la vida política retribuida, pero no a través de la palabra, de la escucha, de la argumentación, de la complicidad, sino, más bien, a través de argumentarios, frases hechas, brindis al sol, voluntarismos edulcorados, y, frecuentemente, retórica agresiva más propia de las “campañas” bélicas. Y así se explica el aspecto caótico predominante en cualquiera de las sesiones parlamentarias, muy especialmente, en las de los miércoles de control al Gobierno, y cuando se votan leyes, o se escenifican mociones de censura. Con la sola excepción, ¡!menos mal!!, del minuto de silencio, todos en pie, para rendir respeto por algún diputado o senador fallecido.
¿Campañas, para qué?
Para ganar elecciones mediante la “conquista” de votos. Este es el origen de la perversión de las campañas: convertir el resultado en objetivo. Todo partido olvida que se sirve por igual al interés general, al bien común, ganando y perdiendo. En las noches electorales Todos ganan, y solo se diferencian en el énfasis mayor o menor que ponen en lo que dicen que han ganado. Ningún partido dice (seguramente tampoco lo piensan) que, perdiendo ellos, gana la sociedad que les ha votado menos de lo esperado.
Como en una democracia el voto es la única arma que derriba murallas, hunde submarinos y alcanza aviones…la lucha por el voto es feroz, y para conseguirlo…todo vale, como si el fin justificase los medios.
Y esta lucha se magnifica en las campañas electorales para conseguir con palabras lo que no se ha conseguido con hechos durante cuatro años.
Cuando los partidos necesitan informar de lo que piensan hacer y mostrar la faz de los candidatos…es que no han hecho sus deberes durante cuatro años, es que no han llegado a comprender nunca que el voto efectivo, el saludable, es aquel que se consigue en el día a día, en el poco a poco, en el diálogo permanente de candidatos con electores.
Como el votante no está ganado en el día a día se les quiere cebar en catorce días y, para ello, todo vale, todo se convierte en comida rápida ultra procesada.
De ahí las mentiras.
Toda campaña electoral está plagada de mentiras,
mentiras de-li-be-ra-das.
De manera que, con las campañas electorales, perdemos todos: perdemos el dinero que cuestan, y favorecen la aparición de los populismos y de la política fácil y simple…
Cada persona, un voto.
El voto es, ciertamente, el recurso por excelencia en una democracia para controlar a los políticos, a los poderes del Estado, al Poder mismo. Pero…las campañas no favorecen la opinión con criterio que las funda; ni favorecen la experiencia política de quienes asisten a las proclamas de campaña, más bien, al contrario, confirman la opinión de los que ya estaban convencidos, y, por añadidura, contribuyen al divinismo de los líderes, a la marginación de los programas y a la devaluación de los propios candidatos, todos subalternos del líder.
Las campañas ya no atraen… ni a los que van. Y los cara a cara televisivos, más que alternativa, son esperpentos.
Si casi el 50% de los ciudadanos no vota (se abstiene) y la mayoría de los que votan no van a mítines… ¿qué sentido tiene una campaña electoral?
Quizá, quizá, el único sentido que tienen en la actualidad es lograr que los niveles de abstención no sean mayores y, con ello, que no decaiga todavía más el descrédito de los políticos y de la democracia. En el mejor de los casos, no pasan de ir más allá de aparatos ortopédicos que tratan de corregir o de evitar las deformidades del cuerpo político de una sociedad y las malformaciones de la propia democracia. Pueden aliviar en el mejor de los casos, pero no curan.