Los rincones,
esos espacios muertos donde se acumula vida microscópica;
los escondites,
me acuerdo de aquellos de mi infancia en forma de casitas de piedra en medio de la loma, donde te enterabas, seguramente a destiempo, de lo que nadie te decía a cielo abierto…
las esquinas,
esos lugares incómodos que no acaban de ser diáfanos, pero, a veces, son los espacios que nos acogen.
¿Quién no ha tenido que huir de situaciones no queridas, o queridas y luego mal queridas, y ha terminado encontrando esa parte marginal, felizmente preterida de todos, para refugiarse en ella?
Un desván, un sótano, un tragaluz, una enramada, una escalera (qué bien recuerdo los bajos de aquella), un cuarto de baño, un banco en una senda secundaria… lugares todos ellos mágicos donde leer en paz, soñar, pensar, dilucidar, llorar, experimentar, y resituarse de nuevo para salir a los cuartos puros, anchos y soleados, que disponen de miradores,
o a los cuartos siniestros habitados por la furia, la distracción y los tabiques.
¿Qué seríamos sin rincones, esquinas, escondites, periferias, circunvalaciones, perifrásticas…?
Puede que personas convencionales
que no habríamos aprendido a crear un mundo propio,
ni a desear, siquiera, una habitación propia,
y,
menos,
a cultivar una vida y muerte propias.
No ha de ser tan malo, pues, haber tenido el dudoso privilegio de haber pasado, y todavía pasar, por lugares marginales en donde habita una pedagogía que, quizá, solo allí se residencia…
Menos mal que en la vida sigue existiendo una geografía con microclimas donde puede aclimatar y desarrollarse la vida microbiológica….
la vida de las pequeñas felicidades,
de los momentos fugaces que nos embargan por casi nada,
en la calle,
en un mercado,
en una cafetería,
en la salida a la calle de cada mañana…
esas pequeñas felicidades que brotan de las miradas, de las sonrisas, gratitudes, bien entendidos,
especialmente de gente que no conoces,
o que conoces menos,
y te sorprenden más.
El gusto de observar a la gente,
la relevancia el paisaje humano,
el ir y venir que veo desde la gran ventana de mi habitación cuando me levanto,
el cómo se relacionan las personas cuando están sentado en una cafetería,
el lector con el que te cruzas casi a diario sentado en alguno de los bancos de proximidad, abstraído en su libro, en pleno escepticismo de cualquier intento de conexión humana con cualquiera de los que transitan por su delantera.
Las menudencias del día a día son captadas en sus momentos más leves y fugaces, a veces engastados en comportamientos solemnes. Forman parte de la vida microbiológica, pero que nos dan pie para descubrir e imaginar la inmensidad del alma y los sueños secretos de cada quien, y el enigma de cada persona, su singularidad, y su necesidad de pluralidad.
Quizá escribo palabras que quieren rebelarse contra la banalidad de la vida y la consiguiente pérdida de realidad,
contra la preocupación por lo trivial que evite la verdad sobre lo que no hacemos,
contra la ganancia de aburrimiento y de ansiedad,
contra el desprecio por la originalidad;
quizá son palabras en busca de heroicidades más altas que la de ganar la final de una competición, como mantener el control sobre nuestra actitud frente a aquellos sucesos que no están bajo nuestro control;
quizá son palabras para recordar que una golondrina no no no: no hace verano una golondrina…
Quizá, en fin, escribo fascinado por los detalles de todo aquello que nos rodea, mezclado con una suave y delicada melancolía de lo que ya fue y que me facilita recordarme y ser.