Textos Casuales

La luna estuvo en Swann

Todos los martes asistimos al concierto que la Sociedad Filarmónica de Valencia celebra en el Almudín, el último el pasado ocho de marzo, actuaban el Dúo Ivan Zenaty, al violín, y Stanislav Bogunia, al piano, con obras de Schumann, Bach, Dvorak y Smetana.

El Concierto es, además, una propicia ocasión para ver a personas conocidas con las que compartes cercanía e intercambiar opiniones sobre la música.

Lo que prevalece con mucho son… las impresiones de agrado, y de exaltación muchas veces, con expresiones del tipo “ha sido un concierto maravilloso”, o “cuánto me ha gustado…”, que, indudablemente, señalan la emoción que acaban de vivir quienes las dicen, pero que difícil van a poder trasladar la experiencia de lo que han vivido ni el juicio que les merece el concierto recién escuchado.

La desproporción entre la experiencia y las palabras resulta manifiesta. Pero nadie de quienes comparten la belleza del concierto lo dirá y, por lo tanto, nos perderemos la oportunidad de aprender, aunque, quizá, sirvan para renovar el gusto de encontrarse la próxima semana ante un nuevo concierto que, casi con toda seguridad, seguirá siendo maravilloso.

Pasa lo mismo cuando vemos un cuadro de Velázquez, o contemplamos el Patio de los Leones en la Alhambra de Granada, o una falla en Valencia. Seguramente, volveremos a recurrir a la frase hecha para expresar lo que nos parece o lo que hemos sentido. Existe ya un conformismo muy generalizado de que los “clichés” nos expresan,

incluso que nos expresa un emoticón que tecleamos en un whatsApp.

 Y pocos son los que perciben y lamentan la pobreza de nuestras palabras y la pobreza de nuestros gestos y tonos como responsables de  que no alcancen a expresar nuestras experiencias; y menos se dan cuenta de la impotencia de la frase hecha para transmitir emociones, y nos quedamos con la idea de que tanto nosotros como nuestros interlocutores hemos hecho justicia comunicacional, pese a haber quedado todos fuera de nuestros conocimientos y en el extra radio de nuestras emociones.

Los modernísimos medios de comunicaciones han facilitado que podamos compartir todo de palabra y a la vista,  y ello ha facilitado que sean cada vez menos las experiencias que solo se disfrutan viviéndolas en soledad, de manera que nos hemos hecho altamente dependientes de los demás para que algo sea emocionante, de ahí que, ante un trabajo tan inmenso y siendo tan relevante la eficiencias económica,  expresemos nuestra comunión con breves palabras hechas o signos pre fabricados:

la técnica super evolucionada nos acerca de prisa a no compartir nada de tanto querer compartir todo,

pero tiene la ventaja de mantener la presencia del grupo con la compañía que aporta, utilizando el ocultamiento, la huida de la discrepancia y con ello de la disputa, para garantizarnos la seguridad de que no estamos solos, de que nos acompañamos en este valle de la normalidad.

El filósofo francés Alain de Botton trae a colación, en su libro “Cómo cambiar tu vida con Proust”, la insistencia del autor en poner toda clase de reparos a las frases que se utilizaban con demasiada frecuencia, no porque sean falsas sino más bien por ser la expresión superficial de buenas ideas. Así, en Poesía se repite la idea de que “que la luna brilla con discreción”. Pues bien, Alain de Botton nos señala aquel lugar de “Por el camino de Swann” en el que Proust también observó la luna que pasaba también por el relato de “En busca del tiempo perdido”, pero de una manera tan original que obvió la cháchara de los siglos y, en cambio, había utilizado una insólita metáfora que captaba mejor la realidad de la experiencia de estar en silencio mirándola.

Es esta:

“Muchas veces, por el cielo de la tarde cruzaba la luna, blanca como una nube, furtiva, sin brillo, igual que una actriz cuya hora de trabajo aún no ha llegado, y que en traje de calle mira desde la sala a sus compañeras sin llamar la atención, deseosa de que nadie se fije en ella”.

Este párrafo se ha repetido muy pocas veces, porque contiene una metáfora que no pertenece a la mayoría,

como pertenece a la mayoría el “no somos nada” cuando asistimos al ritual de un entierro, que es algo que entiende el más torpe de la fila, y se transmite de generación en generación.

Vuelvo por donde empezé: 

Ivan y Stanislav  derrochaban energías en lo que estaban haciendo, pero nadie dimos a entender cómo habían interpretado las partituras del concierto

(tuve la sensación de que todos estábamos muy barbechos de “En busca del tiempo perdido”, en un mundo que contiene infinitos soles, infinitas lunas, y muchas y muy variadas emociones…).

Pascual García Mora

Artículo escrito por Pascual García Mora, compartiendo pensamientos y reflexiones desde Scholé.