“La dama del perrito” me llevó a la isla de Sajalín.
Javier Marías defiende con convicción que de un escritor importan sus obras, y nada su biografía. No es lo que me ocurre a mí, que cuanto más me gusta una obra más me atrapa el deseo de conocer la propia vida de quien la escribió, de ahí la importancia literaria que concedo a los epistolarios de los escritores que leo, si es que están publicados.
Pues bien, el gran relato de ese pequeño cuento (veinte páginas) que es “la Dama del perrito”) me llevó a interesarme por la vida de Antón Chéjov (1860-1904), del que poco sabía más allá de que era un gran escritor y ruso.
A partir de entonces me enteré que una de sus obras se tituló La Isla de Sajalín, cuya geografía ahora me resulta cercana. Está muy lejos, al final de Rusia, y muy cerca del norte de Japón.
A esta isla llegó Chéjov, después de ochenta y dos días cargados de dificultades, agarrado al anhelo de anclar en un lugar bien lejano la necesidad de cuidar su deseo de intimidad, de soledad, su vocación de escritor; de alimentar su inagotable curiosidad científica. Antes quiso escapar a otros lugares, como a París (todos los artistas y escritores querían marchar a París), pero se sentía atado de pies y de manos a sus deberes familiares y sin derecho a cambiar de lugar.
Perseveró y…lo consiguió.
En la isla dedicó meses a estudiar lo que fue la colonización del territorio mediante población carcelaria en el marco de unas extremas circunstancias de clima y de vida más propias de un infierno de la existencia, pero, sobre todo, a alimentar toda su curiosidad con todo lo que había allí.
Vivió tanto la estancia en la inmensa isla que ya de regreso escribió un libro, La Isla de Sajalín, y regresó cambiado, y ese cambio dejó profunda huella en su obra posterior.
Desde entonces,
Sajalín forma parte de mi particular mitología, como lugar a donde no viajé,
símbolo de todos aquellos lugares físicos o mentales que se quedaron en la lejanía no tanto por la dificultad para hacerlo, que por supuesto, sino, sobre todo, porque no los merecí.
Dentro de la isla Sajalín tengo especial predilección por su Gran Faro.
Mirándolo aprendí a admirarlo,
me hice amigo de los faros,
los que busqué a través del mundo,
y a querer a estos seres maravillosos,
solitarios,
tan integrados en el paisaje,
tan salvadores durante siglos de personas y tesoros, pero que ahora están heridos de muerte
y agonizan,
como éste de la Isla de Sajalín, que es, por sí solo, toda una majestad expresiva del tránsito de lo necesario a lo inútil,
mientras nos siguen revelando la gran verdad de la utilidad de lo inútil (Nuccio Ordine).
Finalmente, la lectura de Chéjov me llevó a reencontrarme con Alexei Suvórin, a quien Chéjov escribió una carta un mes antes de iniciar el viaje: “Mi viaje no constituirá una notable contribución para la literatura ni para la ciencia”, le decía. Pues bien, ¡oh casualidad!, doce años después, Rilke también dirigió una carta al periodista y editor ruso de libros Suvórin,
la más triste y desesperada carta que escribió Rilke en su vida…
Fue un 5 de marzo de 1902, meses antes de escaparse a París, con 27 años de edad, en una carta que empezaba así: “Muy respetable Alexei Sergueyevich Suvorin”.
En esta carta Rilke se ofrece a ir a Rusia,
a quedarse a trabajar allí,
a renunciar a su idioma y cultura a cambio de un salario,
carta con un post scriptum donde el propio Rilke acompaña su curriculum vitae, una primera biografía, desganada y deslucida, como tantos de ahora que se van dejando en los buzones de las empresas por jóvenes y de mediana edad.
El azar de la vida: si esa carta hubiese sido tenida en consideración a buen seguro que, meses después de ese mismo año, no se hubiera producido el arranque de la novela de Los apuntes de Malte Laurids Brigge, y, seguramente, no hubiera existido Duino ni las Elegias de Duino.
En fin, me quedo imaginando cómo Gurov y Anna Serguéyevna pudieron continuar su vida. O no pudieron, y tuvieron que poner fin a la aventura en el mismo punto que Chéjov había dejado el relato de la Dama del perrito.