Existe la “jornada de reflexión”, ese día institucionalizado por la Ley Electoral para dedicarlo a reflexionar y a decidir a qué partido votar, fuera ya del ruido de la campaña electoral.
Esta norma opera bajo la hipótesis de que, durante los periodos inter electorales, los votantes no reflexionamos sobre política y que, al menos, bien merece la pena dedicar un día a pensar en silencio lo más conveniente para el país durante los siguientes cuatro años.
Pienso que mientras tengamos periódicamente un día de reflexión y una campaña electoral, será un indicador sonoro de un grave déficit del sistema político representativo: el seguidismo acrítico de los ciudadanos a lo que dictan los partidos y sus líderes en el momento de votar, en escenarios cargados de emociones, irracionalismos, cortoplacismos y, quizá, mentiras.
De manera que
no me parece buena idea la existencia de ese “día de reflexión”, que es algo tan triste como constatar la poca democracia realmente existente…,
más bien creo que hay que hacer lo contrario,
valorar la dignidad de la política reconociendo la dignidad de los ciudadanos, y para ello acabar con los días de reflexión y las campañas electorales, a fin de que las personas asuman su responsabilidad de votar lo que piensan de verdad a partir de lo que han visto en los comportamientos de los partidos políticos durante los cuatro años precedentes, no prestando escucha a los movimientos manipuladores partidistas en las vísperas de los días electorales.
La reflexión como la forma habitual de vivir.
Montaigne prefería “cabezas bien hechas” a “cabezas llenas”, bien equipadas para ser capaces de juicios seguros que les ayuden a discernir que lo que es bueno, de verdad, para ellos será también útil para los demás en tanto que ciudadanos responsables.
Cuando el recuento de votos equivale a la suma de gustos y de opiniones:
gana lo que más agrada,
ganan quienes menos piensan,
gana la masa, que es una población con un solo individuo.
Llenar cabezas de ruidos, promesas y agresiones a adversarios políticos “descabeza” a los ciudadanos, y nos convierten en políticamente apáticos, irreflexivos, sumisos,
base de las nuevas formas de totalitarismos ya vigentes en países democráticos.
El punto de partida de la política siempre son las personas,
los individuos plurales,
único origen solvente de cualquier movimiento transformador.
Si no nos ponemos de acuerdo con nosotros mismos,
¿cómo lo haremos con los demás?
¿cómo surgirán los imprescindibles acuerdos y pactos políticos
si lo que predomina en cada uno no es la razón, sino el miedo, el egoísmo, la identidad, el odio, el rencor, la envidia?
Si no ayudamos a los políticos no nos van a poder ayudar más: nos necesitan para que nos sigan, no para que los sigamos: que el “alboroto” social guie el “alboroto” político, y no al revés.
No necesitamos lideres absolutos de sus partidos, aunque sean elegidos en primarias, porque no nos queremos seguidores, aduladores, aplaudidores. Como si no fuera suficiente ser hombre (Camus), esa es “la genialidad” y el liderazgo que necesitamos, personas honestas y atrevidas que se dedican a gestionar pandemias contagiosas, y todas aquellas otras que, por no contagiarse, pensamos que no nos conciernen, como el cambio climático o las crisis de refugiados o el hambre.
No necesitamos líderes, sino equipos de trabajo dedicados a resolver problemas terrenales y no a divagar con proclamas populistas sobre paraísos imposibles, y sí algo tan terrenal y tan necesario como construir un nuevo orden representativo.
Necesitamos interlocutores sociales, simplemente.
Humildes, como decía magistralmente el poeta Virgilio en aquel medio hexámetro de las Bucólicas:
Non omnia possumus omnes, Bucólicas VIII, 63,
tampoco todos lo podemos todo (traducción propia).
Tampoco, juntos, lo podemos todo;
tampoco, juntos, el progreso no tiene límites,
no hay progreso a perpetuidad aunque tengamos narrativa para rato sobre el progreso infinito.
Solo cabe política (y vida) desde la finitud, por eso las diferencias económicas abultadas son tan escandalosas como injustas.
Ahora que parece que estamos lejos de unas elecciones generales, me parece oportuno ir contra la corriente e invertir en pensamiento, en pensamientos cordiales, en defender que la democracia, además de votar, debe ser reflexión continuada.