Recuerdo con mucha claridad que, estando yo en plena pubertad, me contaban la historia de San Luis Gonzaga cuando le preguntaban “qué haría si le dijeran que esa misma mañana iba a morir”, y él, tranquilamente, contestaba que seguiría jugando.
Aquello me impresionó, pese a que yo ya vivía en una situación espiritual y vital similar; y me siguió impresionando después.
Esta experiencia ya no me abandonó, aunque mutó severamente cuando tuvimos dos hijos y entonces supimos claramente que no podíamos morirnos los padres al finalizar la mañana, hasta el punto que en un viaje que tuvimos que hacer sin ellos, viajamos en aviones distintos.
Ya de mayor, supe lo que escribió Montaigne en sus Ensayos I, XX, página 207, Galaxia Gutemberg, edición bilingüe: “
“Quiero, sí, que hagamos cosas y que prolonguemos en lo posible la actividad de la vida; y que la muerte me encuentre plantando mis coles, pero despreocupado de ella, y aún más de mi inacabado huerto”.
Montaigne en sus Ensayos I
La lectura de este texto no me añadió convencimiento,
pero sí supuso un plus de iluminación por encontrarme compartiendo una vivencia con un escritor a quien tanto admiraba. Me sigue acompañando esta iluminación, que me recuerda cuánto de inútil y de ingenuo es pretender acabar el huerto de la vida, siempre imperfecto, y cuánto de provechoso es seguir plantando coles, las de cada uno, que tienen la gracia de ayudar a despreocuparte de la muerte, sabiendo que en la actualidad empieza a estar ya, tímidamente, bajo la soberanía de los propios mortales.
Y hace pocos años descubrí este breve poema de Emily Dickinson,
La Grande de los casi dos mil poemas,
La Silenciosa lectora de clásicos y de contemporáneos,
La Dama de Blanco amante de flores, pájaros y abejas,
La Correcaminos de disonancias y de palabras inesperadas,
La excepcional presencia de una poetisa en el siglo XIX norteamericano…
Nos marcharemos sin despedida,
para evitarnos así
el Certificado de Ausencia.
Imaginando que allí,
donde la dejé, si yo quisiera,
la podría encontrar.
Así es como evito echar de menos
a los que desaparecieron ya.
Emily Dickinson
Quería, ella, evitar echar de menos a los que desaparecerían,
y buscó en la poesía,
donde buscaba casi todo,
la argucia que haría posible encontrarse con ellos.
Y cantó evitar las despedidas,
evitar las condiciones que irremediablemente capacitan para dar fe de Desaparición,
porque si te despides…
no te va a quedar más remedio que certificar la Ausencia, después de haber vivido, compartido, las presencias de amigos y familiares.
Pero si no te despides…
si no has estado en el lugar en el que se sube a la barca que pilota Caronte,
siempre puedes acudir, si lo deseas, a ese otro lugar en el que dijiste hasta mañana, hasta el verano,
y es que esas personas que no quiero que me falten van a estar misteriosamente vivas mientras yo viva, encarnadas en una nueva mutación que no es una pérdida real, ni una separación temporal, y a partir de aquí dejamos a la Ausencia la eternidad,
y nosotros retenemos las presencias,
pues… ¿quién nos dirá de quien,
en esta calle,
sin saberlo,
nos hemos despedido?
¿quién me podrá decir cuál de estos libros que me acompañan en esta habitación no leeré, ya, nunca jamás?
Procuremos paz en vida y dejemos que cada uno resuelva a su manera el modo de finalizar su existencia, pues ya muertos…ninguno necesita ni desea paz: San Luis Gonzaga, Montaigne, Dickinson…hablaron de ello.