Nos paramos en la palabra “globalización” para pensarla.
Apenas sabemos lo que significa y nos preguntamos:
¿convienen socialmente los procesos globalizadores?
¿polarizan o no?
¿crean más igualdad o incrementan las desigualdades?
¿puede afirmarse que mejoran más/menos a todos?
¿une o desune la globalización a personas y territorios?
¿qué postura debe tomar la izquierda frente a ella (socialdemócrata, no populista)?
¿es suficiente con tomar partido a favor o en contra?
¿hay cultura social de lo que significa?
¿importa la formación para que los ciudadanos sepan cómo afrontan los partidos este fenómeno y sepan lo que votamos y a quién votamos?
¿ha venido para quedarse?…
Me parece que las preguntas son imprescindibles.
Hacer preguntas adecuadas ya es ponernos en situación de alerta,
de construir solución antes que sucumbir al problema.
Apenas sabemos lo que el término “globalización” significa, pero ya lo damos por sabido, y ya lo utilizamos con familiaridad en nuestras conversaciones (perdón, es mucho decir “conversaciones”, más bien “redes sociales”), contribuyendo a que circule de manera opaca y blindada a cualquier cuestionamiento, lo que tanto alegra a las élites globales, cada vez más independientes de las regulaciones soberanas y cada vez más libres de las opiniones de las bases sociales que trabajan.
Por eso globalizan, ahora que tienen herramientas potentísimas para hacerlo,
y nosotros, ay, la mayoría, hasta nos gusta, ingenuamente, quedar incluidos en el universo de los “globalizados”, como única manera de resultar visibles y significativos.
De ahí lo devaluado que está quedar atrapado en el espacio,
de ahí la cultura ensalzando la movilidad,
el emprendimiento (¡!qué palabra tan desquiciante y tan cargada de crueldad!),
la disponibilidad a trasladarse de ciudad (¡! o de país, o de continente!!) para trabajar, arrancados, más bien, a la fuerza de su tierra y de su país,
la importancia de conocer idiomas y, en todo caso, la imperiosidad del inglés.
Pues la menor movilidad espacial discurre paralela a la menor movilidad en términos sociales y, por lo tanto, crea una mayor desigualdad en los ingresos, contribuyendo a fragmentar la sociedad y a polarizar. Porque la movilidad social es vital, para las personas y para la salud de la democracia, pero la globalización ha contribuido a averiar los ascensores que funcionaban en el llamado Estado del Bienestar.
Nos vamos dando cuenta cada vez más que el poder económico (y, sobre todo, el poder económico financiero) no tiene territorio, ni necesita espacio, pues ya ha conquistado el ciberespacio apoyado en la electrónica,
ni consume tiempo en desplazarse pues mueve dinero e inversiones a una velocidad de vértigo: es cuestión de apretar botones en algún lugar del mundo, pues la información para hacerlo está disponible instantáneamente en todo el globo.
De manera que este redimensionamiento del espacio y del tiempo nos afecta mucho,
y no afecta a todos por igual: es una nueva libertad para unos y una opresión nueva para otros
(independientemente, claro, de que quienes peor están ahora en un mundo globalizado están mejor que quienes peor estaban en un tiempo localizado de la primera o segunda revolución industrial).
Las “localidades” no mandan en las empresas instaladas en sus territorios; pero tampoco quienes viven en ellos, ni quienes trabajan en ellas, ni quienes proveen de materias primas a esas empresas. En otra época no muy lejana parecía que sí, que los trabajadores organizados en sindicatos tenían mucho que decir, que las empresas tenían compromisos fiscales y sociales con las localidades y países donde estaban instaladas. Ahora ya no, el lugar perdió importancia, apareció la “deslocalización” que deciden los únicos dueños de las empresas que son los accionistas, que pueden comprar o vender acciones en cualquier bolsa y viven en cualquier localidad del mundo o incluso no necesitan moverse de su localidad de siempre y de su despacho de siempre.
De aquí la Gran Asimetría creada entre la extraterritorialidad de la economía (sobre todo la financiera) y la territorialidad de la vida de las personas y de los agentes económicos (clientes y proveedores), incluida la territorialidad de las soberanías políticas estatales.