Afirmar que “escribir no es un oficio” expresa, simplemente, un punto de vista, que no pretendo decir con ello que no ha habido, ni hay, buenos escritores profesionales con “mucho oficio”, pero no es esto lo que mejor expresa mi manera de pensar, que me encuentro mucho más cómodo y gustoso afirmando que “escribir no es un oficio”,
que no se puede enseñar a ser escritor,
que ser escritor es una diferencia que cada uno tiene que cargar con ella,
que tiene más que ver con la pasión y la necesidad de escribir, con la estrecha relación entre escritura y vida, en el sentido que dice Montaigne al comienzo de los Ensayos: “Yo mismo soy la materia de mi libro”.
Pero sí se puede enseñar a escribir, por el único camino solvente, el de enseñar a leer.
Y a leerse a uno mismo.
A partir de aquí,
decimos que escribir es escribir algo que no está escrito todavía.
Comprendo el temor del escritor a escribir lo que ya se escribió,
pero ese “santo temor” ya pone de manifiesto que, quien está permanentemente disponible a pensar el mundo por sí mismo y a escribir con honestidad…, difícilmente cuenta lo mismo, aunque hable de lo mismo,
más bien el escritor se abre a nuevas formas de representación de lo real que suponen que ya no es igual lo que escribe porque se mezcla con nuevas circunstancias, nuevos contextos, nuevas personas, un retorno en espiral, podríamos decir: nada es del todo nuevo bajo el sol, el nihil novum sub sole que ya quedó escrito en el Ecclesiastes.
De manera que sí,
podríamos decir que estamos condenados a ser originales,
que en toda persona hay un descubridor,
desde la convicción que todas las personas somos únicas,
con nuestra manera de ver el mundo, de pensarlo, de sentirlo,
y esto es la base profunda de la originalidad y la base de cualquier descubrimiento.
Todo trabajo literario es una reelaboración de lo que uno ha leído,
de lo que ha vivido,
de lo que han vivido otros y lo han contado.
Y el mismo trabajo literario deja de pertenecer al autor cuando los lectores se lo apropian y lo recrean convirtiéndolo en “libro leído”: esta es la esperanza de todo libro escrito, dejar de ser una cosa entre las cosas y convertirse en imagen reconocible de uno mismo, escritor o lector.
Llevamos nuestras ideas e imágenes en el torrente de nuestra sangre, cambiamos cosas, las reformulamos, descartamos otras,
en-sa-ya-mos con ellas…
hasta que construimos una frase, un aforismo, un cuento, una carta, una dedicatoria, una novela, un ensayo, un libro, un prólogo, un poema….
Nadie escribe desde la nada porque nadie es creador del todo, solo los dioses lo hacen si es que alguna vez lo han hecho.
Todos escribimos desde el legado de personas que escribieron antes,
desde la memoria de nuestros escritores preferidos y
desde otros muchos escritores que hemos leído…
pero que hemos olvidado
o que vamos olvidando al ritmo de una alquimia que no sabría describir…
Olvidamos de dos maneras:
- La primera: cuando las cosas llegan, rozan, resbalan y se van, alejándose y desapareciendo: olvido superficial, todo él infértil.
- La segunda: cuando se quedan asimiladas y, por lo tanto, transformadas: olvido profundo, base de la creatividad.
Olvida profundamente quien, leyendo, metaboliza, de manera muy similar a como lo hacemos nosotros cuando comemos y nos nutrimos.
Metabolizamos cuando nos apropiamos de lo leído, es decir, cuando lo hacemos “nuestro” y, por lo tanto, reconocible como “nuestro”, hasta poder decir, como sugiere Borges, que es más nuestro lo que leemos que lo que escribimos.
De alguna manera lo leído muere cuando encuentra lectores apasionados que, a la vez, lo hacen inmortal cuando escriben o, simplemente, cuando viven, y viven desde lo que leyeron. La inmortalidad de El Quijote se mantiene con las sucesivas generaciones que lo leen.
Todo trabajo literario es una elaboración, que se hace paso a paso, cuya fuente primordial son las propias experiencias;
caminando te das cuenta de lo que puede el paso a paso: bastan seis horas por una senda para perder la visibilidad del punto de donde partiste.
La creatividad no tiene como punto de partida la nada de todo lo preexistente,
nadie es creador de esta manera (ni Dante, ni Massaccio, ni Miguel Ángel, ni Beethoven, ni Spinoza, ni Galileo Galilei),
pero sí estos y otros parten rigurosamente desde la nada de sí, desde la nada de lo que todavía no existe, que, por supuesto, contará con lo que ha existido antes y ha quedado prendido como poso en nuestro carácter, en nuestro espíritu.
En definitiva, las palabras hacen posible expresar una manera de sentir la realidad de manera irrepetible, y las palabras escritas creadoras son, utilizando una metáfora, una imagen caleidoscópica de fragmentos de muchos cristales antiguos.
Somos cada ser humano una individualidad: gozo, dolor y gloria. Somos, provisionales y mutantes, pero somos,
y eso es lo que reafirmamos cuando escribimos,
ser y fluir,
la magia de convertir en palabras lo que antes eran cosas, acontecimientos, deseos,
eso que sugiere el sentido o sin sentido que cada uno le da a la vida: cada escritor es su propio padre, porque todos tenemos la semilla de la originalidad, a saber:
nuestra forma de ver y de pensar,
de sentirnos y de sentir el mundo por cuenta propia,
cosas ambas nada fáciles en este mundo uniformado en el que vivimos tan alejado de la lentitud, de la soledad, de la concentración.