Textos Casuales

El Grito

En el trozo de pista que hay entre el avión y el autobús me mojé, tuve frío, y me dije: esto ya no es el Madrid de hace unas horas (era un dos de julio de dos mil dos).

El siguiente pie a tierra fue ya en el hotel,

el Holmenkollen,

situado en una colina a tres kilómetros del centro de Oslo y a trescientos metros sobre el nivel del mar.

La singularidad del hotel que nos iba a alojar era evidente por todos los lados,

en la fachada de madera al estilo tradicional noruego,

en los dragones de los salientes,

en las terrazas de las habitaciones mirando a la ciudad y a su fiordo,

en la delicadeza de su mobiliario.

La llegada al hotel y la entrada a la habitación 365 nos resultó increíble.

Y la salida a su terraza a las 22.30, con todavía plantada toda la luz y el sol del día, que veía reflejado en el fiordo…fue un momento de exaltación.

Veinte y cuatro horas después volvía a este mismo sitio, sabiendo que era la última noche, todavía caliente el día pasado en la ciudad,

paseada la ciudad,

sin que me quede memoria de su arquitectura global, pero sí, por ejemplo, de la larga calle Karl Johans en uno de cuyos finales estaba, cruzándola, el palacio real que me aparecía, gratamente, como una parte de la ciudad y de la calle, poco distinta de su entorno urbano.

En esta calle, frente al parlamento, en una terraza, nos tomamos el café de media mañana, y fue estando nosotros allí cuando apagaron las estufas que daban calor al espacio abierto para hacerlo amigable. Cuánta tranquilidad en este café, igual que el de cualquier día en Valencia,

pero en Oslo,

sintiendo a la vez lo más común y lo más excepcional,

no como cosas separadas, sino como vivencia de una armoniosa combinación.

Varias veces nos tropezamos con el Ayuntamiento de Oslo, que se hace muy poco de querer a primera vista, frente a lo que sucede con otros cuya primera impresión resulta ya admirable, como el de Estocolmo, el de Tokio, el de Siena, o el de Sevilla. Es muy denso, muy marrón, con muy pocas líneas, y en él entramos, sobre todo, para ver el salón donde entregan cada año el premio nobel de la paz.

Pero bueno, en Oslo vimos dos cosas a las que me quiero referir con particularidad: Vigeland  y  Munch.

En el parque de Vigeland tuve la doble sensación de un paseo por un bellísimo jardín de flores, de tilos y de agua, y, a la vez, me pareció estar visitando un museo, con más de 1500 esculturas al aire libre, organizadas de acuerdo con algún criterio que no me preocupó descubrir, 

de manera que

la vida,

la vida de las esculturas,

la vida de la vida y de la muerte,

la vida de la infancia y de la vejez,

la vida de padres e hijos,

de amantes… 

estaban al aire libre,

no enjauladas en un museo; extensas, no sometidas. 

Todo,

todo estaba libre en el Parque de Vigeland,

bajo el imperio del azul del cielo a veces, y de las nubes y de la lluvia, a veces.

Azul, nubes y lluvias que tuvimos ocasión de disfrutar a intervalos en el espacio que duró este paseo, que no quiero dejarlo sin referirme al gozo de contemplar los tilos, la gran avenida de árboles inmensos y densos, rectilíneos y uniformes, abiertos hacia arriba en las ramas superiores, abiertos hacia la tierra en las ramas inferiores: son los tilos que, por este tiempo de primeros de julio, muestran un oasis de flores que perfuman el aire y lo traspasan.

Pero a donde quiero llegar en este viaje retrospectivo (veinte años después)… es al Museo Munch.

Como siempre, un museo cansa,

a mí, al menos; me resulta fatigosa su visita,

y por eso busco con afán los bancos, y me dejo “impresionar” por figuras y colores de manera declaradamente pasiva. Porque no es al ver el Museo cuando observo y pienso, sino más bien luego, al recordarlo en un acto de recogimiento y de concentración, cosa, por otra parte, bastante parecida a cuando vamos por la calle, vemos cosas, o hablamos con alguien.

En esta ocasión, nuestro objetivo prioritario era un cuadro:   “El Grito”.

En estos días de guerra vengo regresando con demasiada frecuencia al Grito de Edwad Munch.

que lo he visto multiplicándose en los rostros de quienes  sufren en directo la guerra en Ucrania.

He visto multiplicado el Grito no del esclavo, ni del torturado, ni del explotado de las mil maneras que hay de estarlo, sino el Grito del Hombre Libre que puede morir en cualquier momento y ser enterrado en una fosa común,

el Grito de las mujeres que no tienen tiempo ni rato para gritar de tan ocupadas en aguantar o escapar con sus niños pequeños,

el Grito de los niños que saben llorar y mirar como nadie, pero mueren también, porque no se ven sus rostros desde el interior de los tanques,

el Grito de la Mente sobre todo, que no puede entender

el atropello político,

el atropello militar,

el atropello bélico,

el atropello nuclear aunque sea en modo de amenaza, en manos de un perfecto estúpido con delirio Stalinista (cuando ya es fatal que esté en manos de un perfecto cuerdo y sensato demócrata,)

el Grito, en fin, por la “banalidad del mal” (Hanna Arendt) por no poder entender porque ocurre lo que ocurre,

porque te cruzas con un muerto en medio de la calle y sigues sin darte tiempo a sufrir,

por la espeluznante incertidumbre de que lo peor esté por llegar,

por el riesgo con el que huyen algunos de los que no están en condiciones de huir,

por la lacerante herida de la nostalgia del tiempo anterior a las bombas tan criticado entonces y ahora tan maravilloso.

Me queda El Grito de Munch como la plasmación más lograda de lo insoportable,

y me queda…

 “el anochecer en el Ártico” ,

y la imagen alegre de unos niños muy pequeños que jugaban, sobre un gran mapa de su país pintado en una de sus calles, a desplazarse mágicamente de un territorio a otro, o a correr por un fiordo, o a escalar el polo, y nosotros, nos complacíamos en ello.

Esta imagen que revivo ahora es el mejor trayecto para descansar un rato del horror y de la simpiedad de cualquier guerra…,

y para no pensar todo el día en lo mismo,

y para seguir viviendo pese a todo.

Pascual García Mora

Artículo escrito por Pascual García Mora, compartiendo pensamientos y reflexiones desde Scholé.