Este cuadro forma parte de la Iglesia de Santa Felicita, ubicada muy cerca del Palacio Pitti y rozando el Puente Viejo: una joya más de las muchas que hay al otro lado del Arno, a donde llegan muy pocos de los tantos turistas que llegan a Florencia.
Encontramos el cuadro en la capilla de nada más entrar, la primera a mano derecha, en situación de muy poca luz, asistida de una máquina que ilumina la pintura introduciendo euros de uno en uno: aparece El descendimiento de Cristo, del pintor Jacobo Carucci, conocido como “Pontormo”.
Nos produce una gran satisfacción localizar la obra:
allí para donde el pintor la pensó,
allí donde siempre fue su residencia,
allí, en una iglesia abierta al público y al culto,
allí, sin vigilante, sin entrada, sin tienda para regalos, sin turistas,
allí, un regalo de una época a otra época.
La Iglesia atesora muchos cuadros, pero es lo más lejano a un “contenedor”, como son los Uffizi, o cualquier Museo.
Santa Felicita es un centro de culto, a un espacio de pensamiento y de imaginación que se expande por todos sus rincones, es un ser vivo, viviente.
El descendimiento de Pontormo es un descendimiento de Cristo de la Cruz,
pero
¿dónde está la cruz?
No hay nada de lo propio,
solo personas, sedas, colores,
maneras (“manierismo”): estas son los protagonistas.
Sin escenario, sin marco arquitectónico, sin Gólgota: un descendimiento sin lugar, de nada a nada.
Estamos en 1525.
ante cuerpo de Cristo (exánime),
retorcido (pero sin dolor),
escorzado (pero dulcemente),
pálido (pero de nácar),
pesado de muerte (pero con el rostro que parece que mira a través de unos ojos entornados, entre visillos, como si se dejara posar ante el pintor).
El peso del Cristo muerto destaca sobre la incorporeidad de todos los personajes que pueblan el cuadro, como si todos (menos el Cristo) estuvieran suspendidos por hilos que cuelgan de las altas nubes que se sugieren en la parte más alta del cuadro.
Personajes todos en primer plano,
ni lejanos ni cercanos,
como un conjunto de figuras nacaradas que visten gasas dando la impresión que no pesan y, por eso, aparecen gaseosas;
personajes gaseosos,
con tantos matices de colores,
ninguno de ellos como los colores de la paleta del pintor,
pero todos ellos envueltos en una especie de luz fría que los hace parecer irreales.
Podrían casi ser el centro de una bacanal de gasas.
Todas las figuras son etéreamente femeninas, salvo un viejo diminuto con barba cuya cabeza asoma en el extremo derecho del cuadro, de ojos vivos, mirada complaciente y algo de pícara, que es José de Arimatea según el relato evangélico (Mateo 27, 57 y ss., tenido por todos como autorretrato del pintor.
Los dos portadores del cadáver, de aspecto afeminado, con los ojos muy abiertos, de expresión alucinada y en posición imposible uno de ellos, muy posando, vuelven sus cabezas rizosas hacia el pintor sin que muestren fatiga alguna por el peso que soportan (¿Ingravidez del cuerpo?).
Afligidas mujeres por imperativos del guión, pues, más bien, sobrevuela el cuadro en una indiferencia asombrada frente a lo que está pasando. Una completa indiferencia ante lo que ha acontecido caracteriza a este conjunto extraño y tan cargado de teatralidad. A punto de llevar a hombros la carga, los jóvenes que la portan vuelven su cabeza hacia lo que está en las afueras del escenario visible.
La sinergia de matices sabor caramelo,
de gestos ligeros y proporcionados,
de vestidos gaseosos y teatrales,
de carne blanca-rosada, resplandeciente, tentadora;
escena de suma ambigüedad en la expresión,
de una impresión mórbida y excepcional,
como si alguien hubiese hecho los trajes para una danza representada sobre un escenario.
No es ajena, me parece, una cierta atmósfera de crispación enigmática: difícil de traducir.
El llamado “manierismo” fue la respuesta del arte a una crisis del arte en un mundo en el que el optimismo y la confianza del humanismo están amenazados por los problemas económicos, políticos y religiosos que culminaron con El Saqueo de Roma, que vino a marcar el renacimiento tardío o el fin de la tercera etapa renacentista.
Pontormo, el perfecto manierista (1494-1556), a la manera de los grandes, de Miguel Ángel, de Rafael, de Leonardo…, pero “amanerados”, es decir, creadores de su propia “manera” que los distinguiera de los genios, de quienes estaban cansados de ser simples “seguidores”. Se muestran:
- Anticlásicos, representan un mundo fuertemente intelectualizado, sorprendente y excéntrico, rayano con la magia y la alquimia.
- Menos realistas, no desean copiar la realidad, que, por otro lado, ven confusa y desagradable, tratan las formas artísticas con extrema libertad rayana en lo arbitrario, algo así como la diferencia por la diferencia.
- Las proporciones anatómicas humanas se distorsionan y se alargan como si de materia elástica se trataran, lo que seguramente le resultaría muy llamativo a El Greco (1541-1614), uno de los pintores que mejor comprendieron y desarrollaron el Manierismo.
- Distorsionan lo religioso en extrañas formas que terminarían por reconducir y aterrizar en el arte barroco.
- Y se revolucionan la luz y los colores…
Decimos acerca de “releer” libros;de manera similar podríamos decir de “recontemplar” cuadros: lo acabo de hacer lleno de gratitud con quienes en el pasado han hecho posible la pintura que podemos seguir mirando, aprendiendo, disfrutando.