Está en el campo.
a mil metros de la localidad de Aukana,
una ínfima localidad,
no pasa el tren,
ni el autobús,
es el bosque,
es la soledad,
la vecindad de un lago cercano, el Kala Weva,
y de unos alrededores de gran belleza, entre las históricas ciudades de Dambulla y Anuradhapura (ambas Patrimonio de la Humanidad):
allí está el Buddha de Aukana desde hace mil seiscientos años:
De pie,
Tallado en la roca de granito,
En posición de bendecir,
Con llamas sobre su cabeza representando la iluminación total que alcanzó un humano llamado Gautama mil años antes en Benarés,
Lejos de los lugares habitados…
(¿por qué fuera de los lugares por donde transitaban los humanos?).
¡Qué fácil hubiera sido destruir el Buddha de Aukana! ¡Qué destruible resulta todavía!
Pero…
¿cómo quitarlo de aquí para protegerlo más y mejor en estos tiempos de mayor vulnerabilidad?…
Imposible, solo pensarlo ya repugna: Gran Suerte que sea imposible.
Lo ves y no te extrañas, forma parte de la naturaleza, como no te extrañas de los árboles circundantes, o de los pedruscos de los que forma parte: la escultura apareció quitando la piedra que le sobraba…
Buddha sublime el Buddha de Aukana:
alto,
elevado,
alzado,
simbolizando altura moral y estética, que es esto lo que significa “sublime” (del verbo latino “sublevo”, sub-levo, levantar desde abajo, desde el suelo).
En este grandioso, sencillo, y solitario paisaje es muy fácil soltarse de uno mismo,
descreer de dos mil años de monoteísmo que han mostrado la pluralidad de dioses como una idolatría ignorante y descabellada.
Es muy fácil dar credibilidad, o no, a la existencia de aquel príncipe del Nepal llamado Siddharta o Gautama, un ser humano que llegó a ser Buddha, el Despierto, el Lúcido;
basta pararte, olvidar el viaje a Sri Lanka que estás haciendo, e iniciar otro alrededor de esta imagen,
recordando la leyenda del Buddha acerca del gobierno de los deseos y de la necesidad de cambiar nuestras pautas mentales básicas que lo facilitan, sin sujeción a voluntad o capricho divino alguno, directo o solapado en muchas ideologías modernas;
es muy fácil experimentar al Buddha iluminado,
pues… sin iluminación en los ojos…
¿cómo detectar felicidad, pura alegría en los días sombríos, en los días atropellados, en los días amargos…?
Alguien, muchos, quizá casi todos, puedan decir que la lucidez fuerza la amargura, alumbra lo sombrío de la vida y atiza el ceño perpetuo de queja y de condena, incluida la condena a ser idiotas quienes cultivan la gratitud y descubren momentos de paraíso sentados en un autobús urbano, en una llamada telefónica, en un encuentro, en el texto de un libro, en una soledad, en el aroma de una flor o de una planta…, pero…qué importa…
los muchos no quitan un ápice de verdad a los pocos.
No me parece que el Buddha creyese en el dharma como una verdad siempre y en todas las partes,
pero a mí sí me parece,
al lado del Buddha de Aukana,
que controlar deseos para liberarnos del sufrimiento es…una excelente idea,
imprescindible estar en ella si no queremos acabar con nuestra salud, nuestra convivencia saludable y con la salud del planeta. Y, de paso, escapar de “los relámpagos de lucidez” en cuyo amparo se sostienen numerosas soberanas tonterías que vemos a diario.
Me acuerdo de los Buddhas gigantes de Bamiyan, muy cerca de Kabul, destrozados por el fanatismo talibán con artillería y cargas explosivas:
también grandiosos,
también de pie durante mil quinientos años,
también tallados en la roca.
Murieron en su sitio.
Y en ese sitio, en su hueco, mucha gente los sigue viendo, porque siguen viendo un sitio iluminado desde donde descubrir la vida pequeña y pausada, esa vida que, dicen, no forma parte de la historia.