6 de marzo, lunes
Las Urgencias de un Gran Hospital.-
Pasé recientemente un día en la Zona de Urgencias del Hospital General Universitario de la Avenida de las Tres Cruces de Valencia junto a mi mujer, Pilar, que llegaba como enferma.
Entramos a las 8 de la mañana y salimos a las 21 de la noche.
Lo que vi en el aquel entramado laberíntico de salas y de pasillos fue aluvión de gente que esperaban.
Esperaban de pie,
esperaban sentados en sillas con asiento de acero,
esperaban sosteniéndose contra una pared.
Todos esperando lo mismo: la salida en el monitor de las tres letras mayúsculas que identifican nombre y apellidos.
El monitor, sin parar; una espera para cada acción, y acompañado siempre de un sonsonete que emitía las llamadas de manera mecánica y metálica, y que me resultaba extraordinariamente insolente.
Montones de gente en transición por los pasillos,
por las esquinas,
por los cruces,
en intento nada fácil de llegar al lugar necesario que te había indicado la pantalla (rayos, enfermería, traumatología, médico 1…).
Solo faltaban los semáforos, ¡que hacían falta!, cuando pasaban las camas hospitalarias empujadas por celadores sorteando el gentío, que transportaban a enfermos engoterados, todos en silencio, con los ojos cerrados unos, con los ojos abiertos los menos…
Vi en las Urgencias del Hospital General a rostros muy cansados pendientes de las pantallas cerca de los techos, mezcla de enfado, aburrimiento, estrés, de no aguantar más lo intolerable “normalizado”…
Vi el paso de las horas, la llegada del medio día. No vi comer a nadie… ¿dónde comerá tanta gente? ¿Dónde comeremos nosotros?
La saturación en las Urgencias me puso en carne viva la saturación hospitalaria,
y la saturación me rebeló el abandono silencioso de la Sanidad Pública,
que no puede ser un negocio,
por Pública, claro,
pero que fuerzas económicas y políticas quieren que lo sea: lo pueden conseguir degradándola, saturándola, empujando a quienes pueden a un Seguro privado. Esta reflexión la hago ahora que escribo, no cuando estaba en las Urgencias.
Pilar tiene 82 años, padece enfermedad de Parkinson, y estábamos en urgencias por una neumonía que no respondía al tratamiento en el ambulatorio…
Fuera…
está la calle.
En la calle los hospitales desaparecen.
Quienes pasan por la Avenida del Cid solo ven el edificio del Hospital General,
no pueden darse cuenta de las multitudes, del dolor, del laberinto de emociones que hierven en las Urgencias, de las desesperaciones que palpitan en el interior de los hospitales.
La vida de la ciudad es trepidante, también multitudinaria, coches continuamente, la omnipresente EMT, la gente que camina, la luz del sol que todo lo ilumina, zozobras laborales, disgustos dentro de los hogares, hijos desorientados…, pero nada que se parezca a una Zona de Urgencias de un Hospital. Quizá lo sabemos, quizá lo hemos leído en los periódicos, pero lo desconocemos, porque experimentar es mucho más que leer.
Rilke, cuando llegó a París en septiembre de 1902, “vio” esto:
“He visto los hospitales, un gran edificio con una cúpula, Hospital Militar de Val de Grece. Vi un hombre vacilar y desplomarse. También a una mujer encinta que se arrastraba pesadamente a lo largo de un muro alto…”
Así va describiendo lo que vio en sus primeros días por París en la primera página de Los Apuntes de Malte Laurids Brigge. En la ciudad más famosa de Europa. En la más emergente del mundo.
En vez de “aprender a ver”, estamos perdiendo la vista.
ADDENDA.-
Pienso que debo añadir algunas cosas:
1ª.- Que, a mitad de la tarde, a una persona que pasaba por allí con aspecto de trabajadora del hospital le conté con mucha pesadumbre que mi mujer no podía aguantar más, que, si estaba en su mano, nos trajera una camilla. Solo con eso me comprendió. Y la trajo. Y la puso allí, en medio de,
de manera que pude comprobar que en las Urgencias saturadas florecía una especie de “anarquismo sanitario” y salvador.
2ª.- Que, a partir de las veinte horas, pudimos hablar con los médicos en sus despachos, nombrados en la puerta como “Médico 1, Médico 2, y así hasta cinco.
Nosotros estuvimos con una neumóloga, una internista y un neurólogo. Con todos ellos tuvimos un encuentro informativo, receptivo los tres a nuestras preocupaciones e inquietudes. Optaron por ingresar a Pilar, y nosotros consentimos con muy escasa convicción: no podía quedarse nadie con la enferma durante esa noche. No en una habitación (que no habían), sino en un espacio corrido.
3ª.- De buena mañana, me llama Pilar con un móvil de alguien que se lo dejó. Fui allí de inmediato. Había pasado una muy mala y solitaria noche, en espacio común, oyendo gritos de enfermos cercanos. Pensé que nadie adulto puede estar en un hospital sin su consentimiento.
Llegó la neumóloga.
Nos comprendió.
A la hora de subirse a su despacho regresó con el documento de alta voluntaria extenso, detallado, fundado, con el tratamiento correspondiente, que, desde ya en casa, le agradecimos con efusión en un correo postal.
Tuvimos la impresión de que los médicos y demás sanitarios…también resultaban víctimas de un sistema sanitario público que se nos está escapando de las manos.