2 de febrero,
viernes
Una Habitación ajena.-
Virginia Woolf aspiraba sinceramente a que todas las mujeres tuviesen una habitación propia y, desde luego, su obra facilitó que esa aspiración se abriese camino en un devenir en el que todavía estamos.
Nelly Boxall fue su cocinera y sirvienta desde 1916 hasta 1934. Fueron 18 años los que vivió en la casa de Virginia Woolf, en donde la criada tenía una habitación en la que guardaba todas sus cosas. Era el equivalente a “su habitación propia”. Pero nunca lo fue, porque ni era apropiada, ni le pertenecía, ya que ella y su marido Leonard eran los dueños de toda la casa, como le hizo saber en algunas ocasiones.
Es verdad que Virginia Woolf siempre estuvo muy incómoda conviviendo con una sirvienta y en más de una ocasión quiso prescindir de ella, pero…no lo hizo. Seguramente porque Virginia no podía dejar de hacer y de vivir como lo hacía, porque ella no se veía cocinando y fregando los suelos, ni sin disponer de personas a quienes ordenar cualquier ocurrencia.
Y sí, la mujer que fue capaz de escribir “Una Habitación propia” no fue capaz de habilitar una habitación libre para que su criada dispusiera con entera libertad de una habitación igual. Nelly sabía leer y escribir, lo que le llevó a que fuera escribiendo un extenso diario que ha dado pie a que Alicia Giménez Barlett escriba “Una habitación ajena” teniendo como una de sus fuentes principales las anotaciones en este diario.
Sigo viendo a Virginia con mucha simpatía y comprensión. Recuerdo que en uno de nuestros viajes a Londres compramos en la National Portrait Gallery un retrato suyo que le había hecho en 1902 George Charles Beresford. Tenía entonces veinte años, le quedaban treinta y nueve para morir, y ya en su rostro eran perceptibles sus dudas, exaltaciones, desánimos, su mirada no fija en nada. También su fragilidad. No tuvo, no se cuidó de tener una sólida campana de cristal para cubrir su frágil espíritu.
De vez en cuando me sigo asomando a sus libros. En esta ocasión, uno de tamaño mínimo y de título enorme, “¿Cómo debería leerse un libro?”, con interrogante, claro, muy capaz de proporcionar a nuestras lecturas más placeres, y placeres más insólitos. Un libro que bien podría haberse titulado “El amor a la lectura”.
Y siempre, siempre le debo la compañía de una habitación propia.
3 de febrero,
sábado
La inmortalidad terrestre.-
En el ritual católico de las Misas de Difuntos escuchamos la frase “la vida no termina, sino que se transforma”, que en latín sonó así durante siglos, “vita mutatur, non tollitur”. Y añade: “porque para quienes creemos en ti al, deshacerse esta morada terrenal adquirimos una mansión en el cielo”, de manera que me parece muy correcto lo que afirma la Iglesia, se trata de una creencia.
Durante toda mi vida adulta he sabido que la “inmortalidad terrestre” había reemplazado a la “supervivencia eterna”.
Los humanos tenemos una cierta contradicción de ser capaces de desear lo infinito y experimentar continuamente nuestra finitud, que experimentamos cada vez que alguien se muere y constatamos que “morir es no volver”.
Nos parece mentira que eso pueda pasar, pero lo hemos visto tantas veces que pensamos que un día será cada uno quien no regresará, y que la muerte propia lleva aparejada la muerte de todos y de todo: es un final apocalíptico.
Todos y todo se muere cuando uno se muere.
Con esta reflexión termina Simone de Beauvoir “Una muerte dulce”:
“No existe muerte natural: nada de lo que sucede al hombre es natural puesto que su sola presencia cuestiona al mundo. Todos los hombres son mortales: pero para todos los hombres la muerte es un accidente y, aunque la conozca y la acepte, es una violencia indebida”.
Me seduce la frase, pero no la comparto. Comparto que la muerte es una violencia (como el nacer), pero no comparto que sea indebida, muy al contrario, se trata de un débito a la finitud y contingencia que somos, y a la higiene que exige y necesita el planeta tierra para subsistir.
Ahora, tras muchos años, vuelvo a recuperar aquella frase latina en una vertiente luminosa, que la vida, después de muerto, muta, pues permanece de misteriosas maneras en todos aquellos que nos conocen y nos quieren,
y sigue produciendo efectos,
hasta que no quede en el mundo nadie de quienes nos quisieron y conocieron,
y es entonces cuando la naturaleza será la que, durante siempre, se acuerde de todos, de todo lo que pasa,
y sin descanso…no dejará de actuar y de combinar eficiencias y casualidades… en longitudes físicas y temporales que no somos capaces de calcular ni de imaginar.
Ciertamente, el Infinito es…difícil,
pero también “lo indefinido”: nadie hasta ahora sabe acerca del inicio del Universo ni nadie sabe acerca de su final, ni siquiera de si lo tiene…