El diario El País publicó una entrevista a Miguel Delibes en 2009, cuando ya no podía bajar a pasear a Campo Grande. Decía de Ángeles, su mujer, fallecida hacía ya muchos años:
“era la persona que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre del vivir”,
¡!!Qué hermoso me pareció y me sigue pareciendo!!!,
“aligerar pesadumbre”
con “su sola presencia”,
es decir, sin ejercer ninguna virtud: ¡qué cosa tan prodigiosa y tan auténtica,
que va mucho más allá de la sinceridad!
Estuvimos en Valladolid en ese mismo año de 2009 en donde recordamos mucho al escritor.
Pues bien, de la suma de ambas cosas quise volver a leer “El camino”, el libro que Delibes había escrito en 1950 y que yo había leído en mis tiempos de estudiante en Madrid a primeros de los sesenta, con gran encanto, implicación y fascinación.
Esta segunda lectura llegó 45 años después, recién jubilado en el 2008.
Sabía que el tiempo de jubilado iba a ser para mí un tiempo de leer, incluso de mucho leer literatura, más allá de la abundante bibliografía profesional leída durante casi cuarenta años, y recuerdo que quise empezar por “El camino”.
Lo encontré con alguna dificultad en mis estanterías, lo abrí, vi señales de mi paso por él y, poco a poco, me fui reencontrando con la vida de un niño de 11 años que, por la mañana temprano, a la salida del sol,
va a perder para siempre todo aquello que había sido su vida en la aldea.
El padre de Daniel, que era un lechero de muy escasos recursos, había decidido que su hijo debía ir a la ciudad a estudiar, para evitar de esta manera que acabe convirtiéndose en lo que era él.
Daniel, que es llamado por todos con el apodo de el Mochuelo, no entiende por qué tiene que hacer una cosa que lo separará para siempre de los tordos picoteando los cerezos silvestres, de los rendajos cantando en los bardales, de los amaneceres en el valle, de las culebras de agua, de todos los personajes que han poblado su infancia y, ay, de esa niña con trenzas y con pecas, la Uca-uca, que él siempre despreció y ahora descubre claramente que fue su primer amor.
El Mochuelo pasa toda la noche en vela apoyado en el alfeizar de la ventana de su cuarto y, durante todas esas horas, va recordando todo lo que ha vivido, y se va dando cada vez más cuenta de lo ligado que está a las cosas de ese pueblo que es el suyo y que, cuando vuelva, ya no reconocerá porque todas las cosas habrán cambiado y él mismo también.
Se da cuenta, pero sigue sin entender por qué su padre lo va a enviar a estudiar a la ciudad, por qué lo separa del río, de ese río en el que se mató su más querido amigo Germán el Tiñoso. No entiende que su padre quiera evitarle todas las miserias que le esperan si se queda, pero que él, en su inocencia de niño, no acaba de atisbar.
Cuando empieza a despuntar el día y es inminente su partida, escucha la voz intencionadamente amortiguada que lo llama, y allí,
abajo,
estaba Uca-uca con los ojos que le brillaban de una manera extraña porque quería despedirse de él ya que no podría hacerlo en la estación, y Daniel, sosteniéndose la cabeza con las manos y sintiendo que algo muy íntimo se le desgarraba en el pecho, se retiró de la ventana violentamente y rompió a llorar con desconsuelo.
Campos de Castilla, de labranza y de cereales, vida rural, economía de subsistencia, 1950: extraordinaria novela cargada de realismo y de atmósfera poética,
que he vuelto a leer con emoción, y con la que me complazco en esta mañana de lunes que, a través de mi ventana, veo a los naranjos que inician la salida a cielo abierto de los primeros brotes de azahar, y a algunos mirlos que se acercan, a ratos, a los jardines cercanos.
Emoción por Daniel el Mochuelo, por una época tan menesterosa y tan posbélica, por la maestría narradora de Delibes…,
pero, también, por Pascual, el hijo del médico que, en aquel año de 1950, vivía en un pueblecito de Teruel que se llamaba Torrevelilla, y que se identifica con muchos de los juegos a los que se entregaba Daniel el Mochuelo con sus amigos.
Yo también marché del pueblo a los once años para estudiar. Pero no lloré, seguramente porque no estaba pendiente de mi ninguna Uca-uca, pues tuve una niñez extraordinariamente masculina. Y me subí contento al autobús que, por primera vez, me alejaba de casa
y me llevaba a estudiar al Seminario Diocesano que había en Albarracín, instalado en un caserón maltrecho, inmenso, lleno de frío, en el que yo creía que iba a estar mejor aunque no pudiera imaginarme cómo podría ser la vida en un internado, donde todos eran niños y adolescentes que vestían de uniforme negro, y los adultos que gobernaban la institución también vestían de negro, la misma sotana negra que llevaban los párrocos en los distintos pueblos por los que habíamos pasado, desde aquel que me dio la primera comunión en Fórnoles.