Votar es el más poderoso ritual de la democracia, y la regla “cada persona, un voto” sigue siendo la más justa, pese a todos los peros con los que pudiéramos objetarla. Y la más avanzada dentro del arduo y lento proceso histórico de la conquista del sufragio universal.
La aparición de Internet y la revolución de las plataformas digitales monopolísticas han significado la emergencia y democratización de las opiniones, y la aparición de una industria de la opinión, pues se trata de una materia prima preciosa con vistas al consumo, tanto de productos políticos como económicos y sociales.
La lógica de una persona, un voto es perfecta: todos los votos tienen el mismo valor, aunque no todas las opiniones sean igualmente valiosas, de hecho ninguna lo es si nos atenemos a la oposición platónica entre “doxa” y “episteme” (opinión y verdad). Pero con la democratización de la opinión todas nacen con igual respetabilidad, y todas reclaman respeto muy asociado a la intocabilidad, cuando lo propio de la opinión es su vocación de ganarse el respeto no a puñetazo limpio, claro, pero sí en confrontación de otras opiniones, de manera que no resulten simétricas:
la opinión razonada con la ocurrencia,
la cretinada con la expresión documentada,
el exabrupto reactivo con la reflexión sosegada.
En resumen, no es lo mismo el valor sufragista de “todos los votos valen lo mismo” que el valor de la opinión en el orden del rigor cognoscitivo, pues responde al principio contrario de que “no todas las opiniones valen lo mismo”.
El ciudadano mejora el voto cuando mejora su opinión sobre qué vota, a quién vota, para qué vota, en el sentido de acercarse más a la verdad de lo que es y pasa en la realidad.
En unas elecciones generales lo que se ventila votando es el Gobierno de un País y el inicio de una legislatura, por ello no debiera extrañarnos que la “propiedad” del voto no sea pacífica, sino que más bien las fuerzas que rigen el mercado, la riqueza y la dominación quieren retrotraer a los ciudadanos a la épocas en las que los ciudadanos no votaban, o votaban solo cuatro.
Lo que puede hacerse.
Puede hacerse “descafeinando” el voto, es decir, robándole la opinión que la funda, haciendo ruido, manipulación y malabarismo verbal y emocional.
Por eso, lo útil que nos parece completar la regla del sufragio universal con: “Una persona, un voto, una opinión, un criterio”, de manera que hagamos posible la asociación de persona-voto-opinión fundada.
La salud de una democracia se basa en el voto y en la opinión de cada persona para decidir, en el criterio propio que avala el pensamiento argumentado que se materializa en la opinión y en el voto que la expresa.
El voto es indelegable,
la opinión y el criterio también,
pues de esencia del voto es la libertad y su consecuencia necesaria: la responsabilidad (no la culpa, que es una distracción nada provechosa).
Unas elecciones deben ser la expresión colectiva de la libertad de una sociedad, que no necesita que opinen por ellos, pero mucho de esto tiene la propaganda política actual:
los políticos no se limitan a mostrar lo que han hecho,
lo re-la-tan,
¡!ay, el relato!!
Relatan lo que han hecho con alardes comunicacionales que utilizan para arrebatar la verdad a los hechos y a los números, y poder residenciar la mentira en el relato de una manera más o menos edulcorada y tragable.
Y, además, saturan de opinión lo que hacen y relatan en entrevistas, tertulias, mítines, redes sociales, titulares de prensa, campañas electorales… de modo que,
de la gente,
lo único que quieren es nuestro voto,
PERO sin opinión propia ni criterio.
Nuestros representantes han sido incapaces de articular un Gobierno y una Legislatura a partir de la voluntad popular expresada en las urnas el 28 de abril. Y van a ser incapaces, me parece, de dedicar el tiempo que viene a exponer reflexiones sobre lo que ha pasado, sobre los programas políticos, aceptar contraste entre los mismos con objetividad y sin crispación. Sé seguro, en cambio, que nos espera mucho de “culpa y castigo”.
“Culpa y Castigo”: mes y medio por delante para que nos identifiquen ad nauseam al partido culpable del inmenso fracaso en la investidura y para solicitarnos un voto de castigo. Esta novela de terror no merece nuestro tiempo: es tóxica, manipuladora, reduccionista, repetitiva, cansina y aburrida, no aborda cuestiones de fondo, ni tiene en cuenta la experiencia del fracaso todavía en carne viva: la están ya escribiendo para robarnos la opinión y descafeinar el voto de cada persona. Lo nuestro es no permitirlo.