Decía mi abuela materna que quien no conoce abuela no conoce cosa buena. Tenía razón.
Es Nochebuena, o el día de antes. Voy en el coche, al lado de mi hermana, vamos vestidas iguales, guapas. Con un pantalón de pana rosa claro, a juego con el jersey. Un viaje ya casi llegando se me pegó un chicle que mi abuela luego quitó con la plancha y un cartón. Llevamos zapatos y calcetines de ganchillo, trencas azules marino.
Conduce mi padre y a su lado va mi madre. Suenan canciones infantiles, o cuentos, o música de Mocedades. Muchas las cantamos porque nos las sabemos. Hay una toalla por si con las curvas nos mareamos y vomitamos.
Como el día es corto, pronto anochece. El cielo está azul oscuro, hace contraste con los campos nevados. Ese azul violáceo y el blanco de la nieve se graban en mi retina. De mayor me emocionará reencontrarlos, allí y en otros lugares. Sin yo saberlo, ese viaje, repetido muchas veces en mi infancia, es mi primer viaje. Estará en el origen de muchos viajes que haré en el futuro.
También queda grabado en mi memoria el silencio de esos campos y el olor a leña. Las casas abandonadas de piedra, antiguas masías o refugios de pastores. Esa piedra marrón, roja, ocre, que una sobre otra hace la pared. También el silencio de las noches de Alba en invierno, solo interrumpido por las campanas de la iglesia que suenan cada hora, o por las del reloj de la casa, o por las ovejas que van y vienen. Algunas voces, algunas más si es verano y salimos a la fresca. El frío, las sábanas que parecen mojadas. Las mejillas rojas al calor del serrinero. El sabor de la comida de mi abuela, el color de los ojos de mi abuelo. Sus voces, la textura de sus manos y los besos. Sus risas. Algunas conversaciones.
Hemos llegado. Se ha movido el picaporte, el visillo, se abre la puerta. Están mis abuelos.
Soy feliz.